Fuente Álamo y las acelgas


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JAVIER IRIGARAY

La acelga es una planta herbácea, parecida a la espinaca, que crece espontáneamente en toda la Europa meridional, es decir, aquí. Aunque es cultivada extensivamente en todas las zonas templadas de nuestro planeta, también crece silvestre sin solicitar cuidado alguno por nuestra parte y, de igual manera, nos puede servir de alimento en toda su integridad, tanto las hojas como los tallos, más conocidos como pencas.

Por ahí afuera, se conoce a los almerienses como “legañosos”, tal vez por las consecuencias para los ojos de las labores del esparto, y, también, como “acelgueros”, aunque este último término, por aquí, se circunscribe, más concretamente, a los aborígenes de Alboloduy, bellísima localidad de la comarca del río Nacimiento en la que, diligentemente cultivada la herbácea que sustenta el apócrifo gentilicio, contribuía ferazmente a su producto interior bruto.

Era el día, hace ya seis años, de los santos Benito, Cándido, Domingo Savio, Quirino, Urpasiano, Vidal y, también, de santa Catalina de Bolonia. Ese mismo día, dos años atrás, Mohamed VI, actual sátrapa de Marruecos, tras haber contemplado lo sucedido a otros colegas del África mediterránea, renunció al carácter sagrado de su persona mediante la reforma de la constitución de su reino pero yo, junto a un par de amigos de Cuevas del Almanzora, esperábamos al sol, ante la puerta de la fortaleza árabe del Marqués de los Vélez, la llegada de un autobús repleto de entusiastas amantes de la historia integrantes de la Asociación de Amigos de la Alcazaba de Almería en busca del legado de Siret. Al frente de la expedición Maite, la presidenta, con su marido, Francisco Verdegay, y un guía de excepción: el arqueólogo y director de los museos de Vera, Domingo Ortiz, un lujo, ese día, siempre a nuestro alcance. También acudieron a la cita un autobús y un turismo, que no todos cabían en el transporte colectivo.

Nada más bajar del autocar, la animosa comitiva se dispersó por todos los bares abiertos a la explanada, incluido el del mercado de abastos, y se prodigaron en el consumo de cafés en casi todas las formas posibles de preparación, tostadas, churros y demás bebidas y viandas con que transitar del modo viajero al de individuo ávido de adquirir conocimientos del medio a visitar.

Y la primera visita, previa compensación de la oportuna y pertinente tasa municipal, fue a la sala de interpretación del poblado argárico de Fuente Álamo y a los trabajos realizados por los hermanos Siret y su capataz, el antuso Pedro Flores, primero, y el equipo del Instituto Arqueológico Alemán comandado por los profesores Hermanfried Schubart y Oswaldo Arteaga, en el que se encontraba, también, un joven Domingo Ortiz, después.

El grupo, a continuación, se dirigió al conocido como Cerro de los Muertos por los naturales, y como yacimiento de Fuente Álamo por el amplio mundo de la prehistoria. El camino de acceso, mantenido por ser el de servicio a las explotaciones agrícolas existentes hasta casi el pie del cabezo, permitía por entonces contemplar –ya no-, a la derecha, la fantasmal construcción, grúas incluidas, de la famosa urbanización de trescientas viviendas que nadie vio, nadie oyó y casi todos callaron.

Lo primero que se aprecia al llegar al cerro, son los restos de lo que, algún día, pudo ser un área recreativa sufragada con los impuestos de los ciudadanos gestionados por el Ayuntamiento de Cuevas del Almanzora, seguramente al amparo de la cobertura financiera del oportuno plan provincial, autonómico, nacional o europeo, vaya usted a saber. El área comprende el conjunto de dos cortijos, de los que uno constituyó la base del equipo de cuarenta arqueólogos que desplazó el Instituto Arqueológico Alemán, y el otro era, entonces, la vivienda de un lugareño. Los dos están, hoy, arrasados, como el resto del merendero, fruto, sin duda, de la concienzuda obra de los descerebrados habituales y, también, de la falta de policía y mantenimiento y desidia manifiesta por parte de la administración correspondiente. Los caminos de acceso a la pequeña meseta cimera han desaparecido debido a la ausencia de la oportuna conservación y, en la ladera sur, se puede ver cómo el abandono y la falta de observación de las más elementales y mínimas tareas de protección, han dejado al descubierto una cista (enterramiento), derruida por la acción de las aguas, y permite, también, contemplar varios tramos de la malla colocada en su día para proteger los restos encontrados en las excavaciones del relleno posterior con que fueron cubiertos para su protección, lo que significa que existe un daño causado, esta vez, irreparable.

A uno, que tanta veces ha recordado la falta de inversiones para estudiar y poner en valor el rico patrimonio histórico y cultural de esta comarca, cuando ve el destino que aguarda a las inversiones realizadas y puestas en manos de contrastados incompetentes que ni pueden, ni quieren, ni saben qué hacer con el patrimonio de todos, se le terminan por caer los palos del sombrajo y cualquier atisbo de fe en la humanidad.

Ya en la cima, encontramos los hallazgos consolidados por el Instituto Arqueológico Alemán: dos viviendas, la base de tres silos, la enorme cisterna, cegada en parte por tarays y demás vegetación espontánea, y varias cistas, éstas simulaciones construidas para poder visualizar los tipos de enterramientos existentes en niveles inferiores. Todo, afortunadamente, en bastante buen estado. Y es que, afortunadamente, va a tener razón Antonio, mi amigo rabote, “los gamberros, además de descerebrados, son ignorantes y bastante vagos y no han destrozado todo esto porque ni saben lo que hay, ni se van a esforzar en subir a ver si hay algo”.

Y en éstas que se hizo la hora de comer. La expedición se dirigió a un restaurante cuevano, sito en el cruce de Las Herrerías, y allí se entregó a una animada tertulia aderezada con los embutidos de la tierra, trigo, gurullos con conejo, ajo colorao, pelotas y demás viandas autóctonas.

La tarde tuvo como destino a las ruinas de Baria, en Villaricos, y los famosos hipogeos, establo de lujo para un rebaño de cabras y ovejas tras su restauración y puesta en valor.

Y, ese día de san Benito, Fuente Álamo fue acelga silvestre que alimentó, vía tasas, a la caja única del Excelentísimo Ayuntamiento de Cuevas del Almanzora, y contribuyó al producto interior bruto local. ¿Nos daremos cuenta, de una vez por todas, de la importancia de cultivar diligentemente nuestras acelgas?