Masa y poder


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Las manifestaciones solo tienen sentido y razón de ser, en una democracia, para las minorías con vocación de serlo. Tienen razón de ser en las dictaduras, y especialmente en las que ya presentan síntomas de decrepitud y decadencia, cuando el poder enquistado, en ese estado de la madurez previo a la inminente putrefacción, no permite otra expresión de una voluntad de la que puede sospecharse que es mayoritaria. Véase la actual situación en Venezuela.

Son las minorías, en un sistema democrático no corrupto, las que suplen su falta de apoyo con la ficción de que la escenografía y la emoción les proporcionan lo que no les da la racionalidad ni los votos contados. Aquí somos muy dados a los pronunciamientos gregarios, a los minutos de silencio y a otras concentraciones, el éxito de cuyas proclamas y, lo que es peor, la validez de sus argumentos, se mide en manifestantes por metro cuadrado y se sublima en consignas y pareados.

A veces se llega al absurdo de que es el propio poder el que las convoca, para reafirmar una autoridad cuestionable o cargarse de razón en decisiones previamente tomadas, o que no se atreve a adoptar y que sustituye por ese ficticio calor, un poco lanar, que se crea en toda congregación. Es una liturgia, esa de agruparse con otros correligionarios, que es más que otra cosa un intento escolástico de compatibilizar la fe y la razón.

Me resulta imposible no relacionar en nuestro tiempo estos actos de afirmación, del signo que sean, con esa época tan siniestra de los años treinta del pasado siglo en el que la masa y el poder estaban tan íntimamente relacionadas y las dictaduras más espantosas y los regímenes más totalitarios, se revestían de la iconografía de la masa disciplinada y unánime, atenta a los designios de un poder unidireccional y sin fisuras, y que hoy ya solo existe en Corea del Norte. Hay algo un poco desagradable e inquietante en esa simplificación de la realidad que la masa compacta y ciega propugna.

Puede que me influya en ese juicio el haber vuelto a ver recientemente esa cumbre del cine de propaganda que es “El triunfo de la voluntad”. Es inútil combatir la propaganda cuando está bien hecha y llama a ese poderoso argumento que es la emoción, pero no está de más desenmascarar, analíticamente, como funciona y como surte sus efectos, que no siempre son los deseables. O peor, puede que sea precisamente el efecto deseado el que se persigue.

La emoción es un fenómeno intenso, atractivo y poderoso, pero casi siempre está inducida por el propósito que la instrumentaliza, y sus peligros son, históricamente se ha demostrado, evidentes. Un disidente soviético en una entrevista, hace unos años, dijo que la masa nunca tiene razón. A mi me parece que no andaba muy descaminado.