La mañana


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PEPE GRANO DE ORO

El vehículo de color oscuro donde viajaban, apenas era una pequeña luz en la lejanía sobre la sinuosa carretera costera acotada por grandes acantilados. A su derecha, una masa uniforme plateada, donde solo rielaban los propios focos cuando coincidían en su dirección, delataba el morir de las pequeñas olas sobre las rocas, sin más esfuerzo que su voluntad de rendir su postrera existencia. La mar, estaba dormida.

A la izquierda, un gran macizo montañoso, se levantaba salpicado de algunas ruinas de su pasado más glorioso y, que hoy, solo la egregia majestad de sus inabordables alturas, le hacían lucir intacto a la codicia o progreso.

En el interior, sus ojos brillaban excitados sabiéndose protagonistas de unas horas “escritas” para ellos. Ella, apoyaba la cabeza en su hombro mientras conducía, ansiando poder dedicarle toda su atención, regalo para él, tanto como deseo incontenible para ella.

Al poco, girando hacia la izquierda, tomó un camino encaramado de difícil tránsito, que los llevaría al altozano más asequible de la montaña, a modo de una pequeña meseta, donde apagadas la luces, todo se envolvió en misterio, excepto para ellos.

Con una mínima claridad dentro del vehículo y algo de una música eterna, junto a las palabras medio apagadas que comenzarían a escapar de entre sus besos, emergió una “sinfonía” tenue, conformando el “allegro” de un primer movimiento lleno de ternura, que tras ralentizarse en un largo periodo entre caricias, daría paso a la eclosión final de la misma, no de otra forma, que al rítmico respirar de sus cuerpos ya desnudos, al claroscuro de la madrugada, en una cadencia de arrebatadoras consecuencias.
Un firmamento a modo de bóveda plagado de estrellas, los enmarcaba recreado en tanta pasión y, rendido a la partitura de sus cuerpos enredados, no se sorprendería al descubrir gozar en los brazos de aquel hombre a la única luna de esa noche, que de puro ámbar, pareciera escapada del cielo para pertenecerle.

La innegable armonía de sus personalidades, contrastaba con la realidad de sus vidas. Cada uno en diferentes galaxias, solo se atrevían a buscarse en coincidentes tangencias de sus alejadas elípticas órbitas, entre provocados eclipses, donde se esconderían.

Parecían planetas fuera de la física convencional de la sociedad, donde toda acción o reacción, jugaba ajena a sus sentimientos.

Desde su fortuito primer encuentro, cada uno en su mundo, jamás pudieron imaginar la posibilidad de una colisión tan perfecta. Un “big bang” de inesperadas consecuencias que los transportaría a un “Edén” desconocido, de sensaciones tan hermosas como confusas.

Sus vidas, con antelación trazadas y sus particulares condicionamientos, abundaban desconfianzas y falta de fe en sus emociones, que no solo existían, sino que vivían sorpresivamente en ellos, pero sin suficiente fuerza ante la incredulidad e indecisión.

El miedo a lo que parecía tan perfecto, la extemporaneidad de sus sentimientos, en definitiva, esa cobardía que hunde al ser humano en entregados naufragios, escribían un destino que no era, sino, la suma de sus renuncias.

Aquella noche, no fue más que una huida a los confines de ellos mismos.

Cuando se despidieron, antes de tomar cada uno separados rumbos, no esbozaron ni siquiera un melancólico “te quiero”. Sabían que eran palabras prohibidas, puñales acerados en sus oídos, que lastimaban lo más profundo de sus almas, contentándose con imaginarlas en sus miradas alejándose. 

Una vez solo, acercándose a un rompeolas cercano, el hombre, envuelto en el tranquilizador humo de un cigarrillo, se transportó a escasos momentos antes, cuando toda su dulzura, se mecía en sus brazos.
Sabía que podría amanecer en soledad, pero que no emergería mañana alguna, sin poder contemplar de nuevo su mirada.

Entregado al recuerdo y amenazante el nuevo día, debía regresar a casa, asearse y llegar a su trabajo. Tras incorporarse, en su cabeza no había otro pensamiento que dirigirse al bar en el viejo parque, donde además de recomponerse con un buen café, sabía, que como cada jornada, ella llegaría con el mismo fin.

Así fue al poco. Cada uno en separados mundos de distancias tan insalvables como cercanas, desde sus escondidas miradas en ahumados cristales, se buscaron y, como hilos de invisible seda, se trenzaron sus imaginaciones.

El sol casi en su zenit, apareció destilando brillos en la cara de aquella mujer.

Mientras, el hombre empeñado en su contemplación, descubriría que tras la salida del astro rey, no desaparecían las estrellas.

Despojándose de sus gafas, la miró descaradamente, exhibiendo sus aún abiertas heridas de carmín, de la noche anterior.

Ella ni quiso, ni pudo evitarlo y, descubriendo su mirada, le regaló la mañana.
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