La sanidad y otros males en la España bajomedieval


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ADOLFO PÉREZ

Mira uno a través del túnel del tiempo, siglos atrás, para ver cómo se las valían nuestros antepasados en su lucha contra las enfermedades y otros males dada la ignorancia existente en el campo de la sanidad y en otros aspectos que muchas veces serían situaciones dramáticas difíciles de soportar:unas casi de muerte o de la muerte misma, otras de una supervivencia penosa, más las ocasionales como podría ser un inconsolable dolor de muelas. Enfermedades y dolencias que hoy tendrían solución debido al sistema sanitario que disfrutamos. De lo dicho y después de mi artículo sobre la peste negra en la España del siglo XIV,creo que la materia merece un sencillo artículo centrado en la Baja Edad Media (siglo XV), en las ideas que imperaban entonces, donde la ignorancia médica era considerable, para lo que me sirve de guía la obra del profesor Manuel Fernández Álvarez, muy docto en el acontecer medieval español. Es bueno saber cómo se actuaba en algunas enfermedades y de las condiciones higiénicas en que se vivía. Al efecto recuerdo que en la primera parte del siglo XX la ciencia médica aún tenía muchas carencias.

Las crónicas de la época medieval nos muestran tiempos de gran confusión. No solo por las extrañas enfermedades de las que nada se sabía ni cómo curarlas. Lo mismo pasaba con la vida, tan incierta, igual sucedía con los fenómenos de la naturaleza, que a veces sacudían con cólera a los mortales, por las plagas que todo lo asolaban y las pestes inmisericordes que se propagaban causando la muerte por doquier.

La vida de las personas era bastante frágil, su pérdida acechaba a cada instante. La muerte se cebaba en los niños como si existiera un plan sobrenatural para tamaño infanticidio, y como la pérdida era tan usual e inevitable la gente se conformaba con aquello de “angelitos al cielo”. Era un mal que se extendía a todas las capas de la población, menesterosas y encumbradas. Los partos eran tan peligrosos que a menudo se llevaban a la madre y al recién nacido. Basta mirar las biografías de los reyes para darse cuenta de la cantidad de sus hijos que morían de corta edad.
Tal calamidad se debía a dos precisos factores: la falta de higiene en la población, incluida la clase alta, y el atraso de la ciencia médica.Tiempos en que un resfriado en el invierno o un cólico por haber comido en exceso no constituían un problema, la complicación surgía cuando se trataba de una enfermedad que el médico no sabía qué hacer, salvo acudir a las sangrías y a las purgas.

(Se pensaba que sacándole sangre al enfermo se conseguía el equilibrio orgánico y que así se curaba la enfermedad, un método de extraer la sangre era usando una sanguijuela aplicada al brazo. Hasta bien entrado el siglo XIX había médicos que llevaban una sanguijuela en el bolsillo en una caja de metal. La purga se usaba para limpiar el aparato digestivo del enfermo provocando una copiosa excreción. Hasta principios de los años cincuenta del siglo XX se utilizó con frecuencia la purga a enfermos a base de agua de carabaña o aceite de ricino).

Aún en los albores del siglo XV no se conocía la verdadera anatomía del cuerpo humano, cuyo estudio serio se realizó ya a mediados del siglo XVI. Lo que mejor sabían hacer los médicos era arreglar las fracturas de brazos y piernas, cosa que también sabían hacer los curanderos de las zonas rurales sin tener que haber ido a la universidad.

Un gran problema era cuando se producía una enfermedad u otra dolencia con fuerte dolor debido a que para aliviarlo o suprimirlo apenas existían métodos eficaces de sedación y anestesia, lo que era muy penoso en los heridos por la guerra.Más allá de la guerra,un caso frecuente era el inconsolable dolor de muelas, que rara es la persona que no lo padece más de una vez en su vida. Dolor al que en aquel tiempo ponían remedio los sacamuelas que visitaban villas y ciudades poniendo su “clínica” en plena plaza mientras eran anunciados, a grito pelado, por el pregonero. Los sufridos pacientes acudían al sacamuelas sin que faltara un público alborozado deseoso de ver el espectáculo de los gritos y contorsiones de las resignadas “victimas” del sacamuelas, que ejercía su arte con instrumental primitivo y sin anestesia. Existen dibujos de algo tan inhumano.

En tiempos tan sombríos como los medievales, dos enfermedades tenían un especial significado: la epilepsia por sus síntomas y la peste por su propagación. Que una persona estuviera tan normal y de pronto se descompusiera en gestos y convulsiones era una enfermedad que producía un gran temor pues no se encontraba otra explicación que la presencia del demonio, que cometía esas fechorías en personas consideradas “endemoniadas”. De nada valía llamar al médico. La creencia general era que ante la presencia del demonio había que acudir a un fraile o sacerdote considerado con gracia y santidad para expulsar al diablo de la persona endemoniada, razón por la que se acudía a los clérigos más famosos en esas lides. Las crónicas de la época dan cuenta de casos de este tipo. Un siglo después, en el XVI, la propia santa Teresa, enterada de que una monja de su orden estaba poseída por el maligno recurrió a san Juan de la Cruz, el gran místico, del que se decía que había expulsado legiones de diablos de un endemoniado de Ávila.

Tiempos de un temor generalizado, pues los enigmas cercaban a la población de aquel tiempo. Hasta el papa Inocencio VIII en su bula de 1484 advertía sobre el peligro de las brujas y de los actos malvados de los demonios, incluso anunció en su bula el final de la especie humana.
Se hacían preguntas sin respuesta, tales como quién sostenía la Tierra o quién mantenía las nubes en el cielo, y la gran pregunta: ¿era seguro que la Tierra era redonda? Claro que estaba la prueba del movimiento del sol. Pero entonces surgía la pregunta de cómo andarían las personas en las antípodas, si boca abajo.

Otra pregunta sin respuesta era por qué se producía la terrible plaga de langosta, que en pocos días asolaba campiñas enteras, considerada un castigo divino, sin que tuvieran a su alcance el modo de combatirla. La cuestión era que por las plagas, las inundaciones o la pertinaz sequía se abatían sobre la población terribles hambrunas que a las autoridades les era muy difícil remediar. Muchas veces faltó el pan y también la comida para el tan necesario ganado mayor. El hambre llegó a abatirse sobre Castilla de forma terrible. Unas hambrunas que mataban a muchos y debilitaban al resto, presas fáciles para otra terrible plaga: la peste.

Si la epilepsia producía gran temor, pánico era el que producía la peste bubónica.Enfermedad que causaba estragos entre la población sin que nadie supiera la causas de la misma y su enorme propagación, que incide aún más en el panorama sombrío de la época, pues producía un gran temor cualquier atisbo de un brote pestífero. Debido a que se ignoraba el modo de combatirla se acudía a métodos crueles como el aislamiento de las personas afectadas, incluso emparedándolas en sus casas; así como con el fuego se destruía todo lo apestado: personas, casas y objetos. Los poderosos se iban del lugar en cuanto tenían noticias de un brote. Era como una guerra contra un enemigo invisible. Dando golpes en el vacío. Tantos eran los muertos que no se daba abasto a enterrarlos, lo que suponía un riesgo. El pánico era general, solo valía la fuga. Se ignoraba que ese enemigo invisible era un bacilo que portaba cierta pulga, parásito de un tipo de rata negra que pululaba por villas y ciudades. El tiempo de incubación de la picadura es muy corto y de rápida evolución; enseguida surgen los síntomas de la enfermedad: inflamación con dolor de los ganglios linfáticos de las ingles y axilas (bubones), junto con fiebre, dolor de cabeza y vómitos. La casi nula higiene hacía el resto, pues la gente convivía con las pulgas, un mal molesto, pero inofensivo.

Respecto a la falta de higiene no me resisto a contar un caso paradigmático de ignorancia médica ocurrido en Europa 400 años después, en el siglo XIX. Me refiero al caso del médico de Budapest, IgnácFülop Semmelweis (1818 - 1865). Este médico llegó a Viena pensando en hacerse abogado, pero vio una autopsia y decidió hacerse médico. Sobre 1840 este doctor formaba parte del equipo médico de la clínica de maternidad nº 1 del Hospital General de Viena, y fue allí cuando descubrió que las mujeres ingresadas para dar a luz en su clínica fallecían muchas de ellas de fiebres puerperales tres o cuatro veces más que en la clínica de maternidad nº 2 del mismo hospital que era atendida por matronas, eran cifras muy alarmantes que nadie se explicaba. Angustiado por la situación experimentó diversas pruebas, varias de ellas variopintas sin resultado alguno. Incluso la incidencia de estas fiebres en las mujeres que daban a luz en su casa era inferior. La cuestión era que el buen doctor no daba con la clave del mal. Eran muchas hipótesis sin ningún resultado.

Pero un buen día del año 1847 casualmente Semmelweis encontró la solución del problema. Un médico del hospital le mostró la herida que en un dedo le había producido un estudiante con un bisturí cuando realizaba una disección a un cadáver, de modo que tuvo una agonía con los mismos síntomas que las víctimas de la fiebre puerperal. Aunque aún no se había descubierto la función de los microbios en esas infecciones, Semmelweis comprendió que la materia cadavérica introducida por el escalpelo del estudiante en la corriente sanguínea del herido había sido la causa de la fatal enfermedad que costó la vida al doctor, por lo que llegó a la conclusión de que las parturientas se habían envenenado por la materia infecciosa que portaban él y su equipo cuando llegaban a las salas inmediatamente después de realizar disecciones en cadáveres, poniéndose a reconocer a las parturientas con un lavado superficial de las manos, la cuales a menudo olían a esa suciedad. A partir de entonces obligó a sus alumnos a lavarse con cal clorudada antes de reconocer a una enferma, y desde entonces la enfermedad puerperal comenzó a descender.

Sin embargo, en vez de un homenaje el doctor Semmelweis recibió el repudio de la clase médica a la que cayó fatal el descubrimiento pues los médicos de renombre creían que el buen doctor los acusaba de ser ellos los causantes de las enfermedades, razón por la que fue castigado por su descubrimiento y despedido, aunque poco tiempo después se impuso la cordura y la asepsia del doctor Semmelweis fue adoptada. La Unesco ha reivindicado su figura 170 años después.