La mentira


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

La mentira flagrante, unida a la desfachatez, tiene algo de estafa irritante, de puñalada de pícaro, innecesaria y gratuita frente al pudoroso ocultamiento de la realidad, que es una forma más discreta, respetuosa y leve de mentir, frente a esa exigente fórmula judicial de juramento: “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”.

No decir toda la verdad o no decir en absoluto nada, son estrategias de mentira, malintencionadas o piadosas, mucho más soportables por el destinatario de la píldora dorada y embustera. Incluso puede considerarse un acto de caridad el ocultar la realidad cruda y desnuda de los hechos, cuando ello, la verdad brutal, no va a servir para aliviar o solucionar nada, y es ,por tanto, igualmente innecesaria y gratuita.

Siempre ha sido un hecho aceptado socialmente que el poderoso hurta la verdad que puede perjudicar sus intereses, silenciando aspectos de la realidad que no conviene a la paz social que trasciendan o se divulguen. Forma parte del juego que unos oculten y otros investiguen.

No es cierto, por otra parte, eso de que se coge antes a un mentiroso que a un cojo. Hay mentiras que se instalan y se justifican y terminan por aceptarse en la sociedad, supongo que porque benefician o ayudan a alguien o a todos en un momento dado: las verdades reveladas, las bellas tautologías, los dogmas de fe, y cosas así. Un mundo sin mentiras ni engaños sería de una aridez insoportable: las mentirijillas, las fabulaciones, la ilusión, la imaginación desbordada nos hacen más amable nuestra proyección de futuro y nos alientan normalmente al optimismo infundado y a la adquisición de cosas que no necesitamos. La mentira impulsa el comercio y aumenta nuestro entusiasmo.

Pero de un tiempo a esta parte se están poniendo de moda las mentiras burdas, abiertamente ofensivas. Por ejemplo: una vez impuesta, por ministerio de la ley, la claridad cegadora de la verdad en determinados ámbitos, los políticos han de declarar inexcusablemente lo que tienen en la cartilla. Cosa que a mi me importa bien poco si procede de actividades lícitas. Y si procede de actividades ilícitas tampoco lo van a decir.

El resultado es desolador: gente que lleva toda su vida en política declara tener cantidades que los colocarían inmediatamente en primera línea de la exclusión social y los harían justos merecedores de una pensión no contributiva. Aterra pensar que una persona que dice tener setenta euros en el banco, y sin que conste voto de pobreza alguno, gestione millones de euros.

Aterra pensar que el gobierno, en lugar de callarse ante preguntas impertinentes, suelte mentiras inaceptables, como que un desplazamiento en el avión presidencial para ir al Festival de Benicásim cuesta al erario público exactamente 282,92 euros. A mi personalmente lo que me molesta no es el despilfarro del dinero público empleado en bagatelas, al fin y al cabo solo se vive una vez, Begoña. Lo que me irritan son los noventa y dos céntimos. ¿No podría detallarse con más precisión a qué se destinaron esos noventa y dos céntimos? ¿No dormiríamos más tranquilos con un escrupuloso desglose?

Pero lo que verdaderamente me asombra no es que orinen en nuestras cabezas, lo que de por sí es molesto, sino que, al mismo tiempo, digan que llueve y a nadie le exaspere, no ya la micción, que es lo de menos y estamos acostumbrados, sino la burla sangrienta. El desprecio a los imbéciles.