Para los faros no hay orillas extrañas


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MARIO SANZ CRUZ

Para las luces de los faros no hay orillas extrañas, no hay barcos extranjeros, no hay clases, no hay idiomas, no hay religiones, no hay malos ni buenos. Los faros de la costa norte de Marruecos y los de las costas europeas se miran y se reconocen, porque son hijos de las mismas manos, diseñados por los mismos ingenieros, con la única intención de hacer más seguras las rutas marítimas.

Los últimos fareros de las costas españolas y africanas mandamos nuestros destellos a los navegantes, mientras que la engañosa luz de Europa atrae a los emigrantes, deslumbrados por el brillo de este alocado “primer mundo”. El faro de Cabo de Gata, con su ojo enrojecido, llora lágrimas teñidas de tristeza y desespero. Todos los faros sufren viendo tanta ruina y tanto muerto.

Buscando un mejor futuro, siguiendo un remoto eco, desde la orilla africana muchas personas se lanzan a la aventura, unos por la parte estrecha, otros por el ancho mar.

En medio del charco, como una mancha en la inmensidad, la isla de Alborán, con su apariencia de portaaviones, les ve pasar con pesar. La luz de su faro ayuda y orienta, pero demasiadas veces es testigo de naufragios. Su pequeño cementerio parece el recordatorio de ese otro gran osario que se va formando en el fondo de este Mare Nostrum. Desde hace treinta años, cuando empezamos a tener conciencia de lo que empezaba a suceder, los ahogados se estiman en unos siete mil, pero nadie sabrá nunca el número exacto de vidas que se han perdido. Cuántas familias han perdió el contacto con sus familiares y quieren creer que llegaron a tierra europea, aunque no tengan noticias suyas, pero sospechan que su silencio no es voluntario.

Arrecifes de huesos africanos crecen en el fondo de este mar, formaciones calcáreas, que compiten con el coral, estratos de fósiles humanos que recordarán esta era insolidaria. Si no ponemos remedio, tendremos que levantar un nuevo faro sobre los escollos que, a larga, llegarán a emerger.
No quiero ser el farero de este faro desgraciado, ni del faro traicionero del mundo “civilizado” que llama al naufragio, a la muerte, al desengaño.

Quiero ser el farero de ese faro compañero, de ese faro solidario, de esos faros paralelos de Tres Forcas y Melilla, sin vallas, sin trabas, sin diferencias, sin rencillas.

Quiero ser el farero de los faros marroquís, argelinos y españoles, de Gibraltar, de Alhucemas, de Alborán y Chafarinas; porque en nuestro mar no hay dos orillas, es la misma reflejada; porque aquí no hay diferencias más allá de las inventadas. Todos somos familiares, hermanos, primos, amigos; porque somos habitantes de esta enorme calle azul, y no importa si el número de nuestro portal está en los pares o en los impares. Nuestras puertas y nuestras ventanas caen enfrente y, en todo pueblo de bien, los vecinos se visitan, se ayudan y se acompañan.

Así debe ser mi faro, un apoyo, una mirada amiga, un destello desde el alma, un guiño de ida y vuelta que cruce el mar, siempre entre tierras hermanas.

En los últimos días hemos tenido noticias directas de que los naufragios de pateras continúan, con la misma crudeza, dejando decenas de nuevos fallecidos y desparecidos que, a la larga, es lo mismo. No hemos aprendido nada en treinta años, no hemos solucionado nada, al contrario; el desbarajuste va a más y a peor. Pero Europa y los gobiernos de los países ricos siguen sin sensibilizarse, sin tomar medidas que realmente sean efectivas, que suavicen el enorme abismo que hay a un lado y otro del Estrecho, el salto entre el todo y la nada. Pero los políticos van a lo suyo, y solo destinan dinero para lo que, en su jerga, denominan seguridad, y que, a la larga, suelen inversiones inútiles, que solo sirven para enriquecer a multinacionales influyentes.

Por lo menos, nuestros faros les mandan destellos solidarios desde este lado del Mediterráneo.