Franco y la Dama de Elche


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

La izquierda española, que es de un aldeanismo casi carlista, periódicamente resucita su odio atávico al centralismo político y su amor medieval por la periferia, con unas polémicas artificiales que, muy a menudo, rozan el ridículo. Por ejemplo, sobre el Museo Arqueológico Nacional, una joya poco conocida y recientemente rehabilitada con gusto exquisito, de vez en cuando suenan voces que pretenden extraer, de su sagrado recinto, piezas señeras para trasladarlas a los enclaves periféricos donde fueron halladas y de las que reciben su nombre. Es legítimo deducir que lo que molesta no es que sea “Museo”, ni siquiera que sea “Arqueológico”: lo que molesta es que sea “Nacional”.

Así sucede, cuando no hay mejores cosas en que ocuparse, con la Dama de Elche. Con los mismos argumentos podría pedirse, sin embargo, el traslado de la Bicha a Balazote, la Dama de Baza a Baza o la Rendición de Breda a Breda, y seguir de esta manera desmantelando lo que nos une a todos en beneficio de lo que nos separa de unos cuantos.

El patrimonio cultural ya no es nacional sino meramente económico, y del “pueblo”, en sus dos acepciones, y en consecuencia se reivindican las joyas de la abuela, como atractivo turístico o defensa de lo local, para poner en la puerta un tipo con una gorra y cobrar cinco euros, y reparar así el supuesto expolio que “Madrid”, o sea, el centralismo franquista, perpetró contra los derechos de “lo local”.

Vale como metáfora, de lo que pretenden estas reivindicaciones. Pero lo que en verdad subyace bajo las mismas es la idea de una España en descomposición, atenta y complaciente a los juegos y extorsiones de los políticos. Con ese criterio, y como ofrenda simbólica en el altar de un separatismo todavía enmascarado, que exigía periódicamente estos sacrificios, se fragmentó el Archivo de la Guerra Civil de Salamanca y se trasladaron a Cataluña los documentos de la nación catalana, como si hubieran librado allí otra guerra distinta, en otro tiempo y en otro país.

Como la historia, esa fabulación permanente, una vez desplumada de valoraciones morales, acaba asentándose con el paso del tiempo, y para ayudar al gigantesco problema que se ha creado el gobierno en su afán de desahuciar los restos de Franco del Valle de Los Caídos, y siguiendo la tendencia centrífuga apuntada, podrían llevarse los molestos restos, con permiso de la familia y del Vaticano, a la ciudad del Ferrol y enterrarlos allí en una modesta sepultura, para ayudar a la economía local, eso evitaría de paso molestar e incomodar a las modernas autoridades eclesiásticas españolas, muy interesadas en hacerse perdonar que calificaron en su día de Cruzada la posición del hoy cadavérico dictador.

O bien se podría crear una especie de Mausoleo laico, como el de Lenin, en la Puerta del Sol y cobrar unos rublos por la entrada a curiosos y nostálgicos. En Moscú, cerca del Mausoleo de Lenin, un criminal no pequeño, también se puede ver la tumba de Stalin, otro criminal con mayores logros, con su busto conmemorativo. Porque la historia, nos guste o no, es la que es. Y las lanzadas a moro muerto son sólo un entretenimiento de bobos o de gamberros.

Para mí que, antes o después, desprovisto de connotaciones morales, al fin y al cabo los iberos no eran ni buenos ni malos, el franquismo redivivo acabará en el Museo Arqueológico Nacional, y para ese entonces, espero que la Dama de Elche siga allí.