Para qué la Filosofía


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Con una insólita unanimidad el Congreso de los Diputados acaba de aprobar el retorno de la Filosofía al maltrecho sistema de enseñanza pública, pagando con ello el gallo a Esculapio que dejó a deber la reforma del ministro Wert. Gracias le sean dadas, por fin, a una propuesta de Podemos, que nadie se ha atrevido a contradecir con un voto disidente. No sería políticamente correcto, que es de lo que se trata; una batalla ganada dentro de una guerra perdida en defensa de las Humanidades.

Las lenguas clásicas son, ya, doblemente, lenguas muertas y a pocos interesa su resurrección. La ficción (o sea, la Historia y Literatura) tampoco está muy bien vista porque, de acuerdo al utilitarismo propio de los esclavos, “no sirve para nada”.

El origen de la filosofía es cierto y conocido: antes del siglo V a.C., no había filosofía propiamente dicha, sino balbuceos poéticos y mitologías, y muchas teologías y rituales religiosos, unos sangrientos y otros menos, de esos que siguen siendo parte de los planes de estudio, con la complaciente indulgencia de ateos y creyentes, y de Adolfo Pérez, entre otras materias perfectamente prescindibles, como la Gimnasia y la Formación del Espíritu Nacional.

Y fue el sistema esclavista el que permitió a una serie de personajes que vivieron en ese mágico siglo, construir el mundo del pensamiento al que seguimos debiendo lo que somos. Gracias a que había esclavos que se ocupaban de lo material (“Primus vivere”), unos cuantos, una élite, una aristocracia del espíritu, que podía dedicarse, solventadas las necesidades básicas, al excéntrico lujo de especular con cosas que aparentemente tampoco eran de gran utilidad (“deinde filosofare”).

Eso de pensar sin objetivos materiales y por tanto convertibles inmediatamente en bienes económicos, la verdad es que cada vez esta peor visto en nuestras sociedades occidentales, dirigidas por y para modernos ilotas (no es un insulto señor Rufián, no se enfade).

Nuestros tiempos son los de la tecnología y los avances del progreso, que permiten a mucha gente vivir más tiempo y acabar añoso y senil ,muchas veces abandonado y decrépito, sin que se haya planteado , filosóficamente, el para qué le ha servido esa vida tan larga proporcionada por la tecnología. Ese “para qué” es precisamente el objeto de la filosofía. También, por cierto, de la literatura y de la historia.

La sobrevalorada tecnología moderna soluciona problemas mientras crea otros. Gracias a ella la Humanidad va cortando, demasiado deprisa, la rama en la que se sustenta, contaminando el agua, cambiando el clima y arrasando todo como si no hubiera un mañana. Y efectivamente no lo habrá.
Seguimos siendo tributarios de Platón para defender el insensato igualitarismo del hormiguero, de Aristóteles para defender la libertad de la hormiga, de Marco Aurelio para aceptar las tristezas de la vida, y de Epicuro para disfrutar, por efímeras, de sus alegrías.

No podemos vivir sin ellos, porque somos lo que ellos fueron.

Si se desechan o desconocen sus ideas, como ser desechó, por inútil, el latín,( y pagamos lentamente el precio de convertir un idioma, antaño rico, en algo que cada vez se parece más al swahili o al euskera.) aceptaremos como inevitable nuestra servidumbre voluntaria, adoptando la penosa posición del esclavo satisfecho, condenado a servir, con la mayoría, a diosecillos menores, estrellas del fútbol y de la canción.