Másteres y doctorados de hoy vistos por un estudiante en la dictadura

Por aquello de que “cortando cojones se aprende a capar”, los españoles de mi generación se formaron trabajando, mejorando su cualificación tomando ejemplo de sus mayores y subiendo en la escala profesional según iban mejorando sus aptitudes


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CLEMENTE FLORES

PERTENEZCO A LAS generaciones de españoles nacidos en la postguerra, es decir, de los que vinieron al mundo en los años 40 y 50. La mayoría de nosotros recibió la democracia trabajando al pie del cañón porque fuimos niños de deberes y no de derechos.
No conocimos otro régimen político que el nacido de la guerra, en la que ninguno tomamos parte, pese a ser los que, como niños, más sufrimos sus consecuencias.

Aquella España, la de mi niñez, era un país pobre que vivía las secuelas de una guerra fratricida que había dejado el país destrozado y empobrecido.

Sin capitales, bloqueados internacionalmente, sin recursos naturales y sin conocer las modernas tecnologías usuales en Europa, a los españoles les quedaba el trabajo para poder seguir viviendo y esa idea caló hondo en toda la sociedad, que hizo de “la obligación de trabajar” el tema recurrente y conductor de su vida.

Ser un vago o un holgazán llegó a ser el insulto más ofensivo que se podía decir en un país donde, tiempo atrás, se consideraba el trabajo manual, y el trabajo en general, como algo innoble y degradante. Quizás la pobreza que vivimos nuestros primeros años nos infundiera un espíritu de superación que nos ha acompañado toda la vida.

Fue una generación que tuvo muy difícil concluir sus estudios primarios, porque sobre todo en los pueblos, los niños se responsabilizaban desde el primer momento de muchas tareas domésticas y apenas se disponían de libros y escuelas con la mínima atracción. El ciclo de estudios primarios, que muchos no concluían, se completaba si sabías leer y escribir y resolvías medianamente las operaciones elementales de sumar, restar, multiplicar y dividir.

El abandono de la escuela primaria se hacia entre los diez y doce años, en que la mayoría de los niños se preparaban para trabajar, con el objetivo de llegar a ser “hombres de provecho”. Sólo unos pocos pertenecientes a familias con medios económicos se podían permitir el lujo de seguir estudiando. De la gran masa de niños sin medios, a veces, alguno conseguía una beca o ayuda para intentar seguir estudiando, y si se esforzaba mucho y tenía facilidad para estudiar, conseguía seguir adelante por ese camino. Ése, fue mi caso.

Por aquello de que “cortando cojones se aprende a capar”, los españoles de mi generación se formaron trabajando, mejorando su cualificación tomando ejemplo de sus mayores y subiendo en la escala profesional según iban mejorando sus aptitudes.

Para llegar a ser “hombres de provecho” se esforzaron en adquirir conocimientos y a mejorar sus aptitudes, sacrificándose mucho porque nadie les regaló nada. ¿Cuántos directores de bancos habían comenzado a trabajar de botones? ¿Cuántos jefes de obra habían comenzado de pinches?
Muchos de ellos no llegaron nunca a tener estudios universitarios, pero la mayoría de ellos ocuparon puestos de responsabilidad y dignificaron sus cargos sin más recomendación ni enchufe que sus conocimientos y profesionalidad demostrados, y sus atributos personales de honradez, respeto a los compromisos adquiridos y amor a su profesión. Subieron en la escala profesional según iban mejorando sus aptitudes y raramente se ocupaban cargos para los que no se estuviese preparado.

También había quien lograba obtener algún título universitario que a veces, tradicionalmente, habían servido simplemente para marcar brechas de clase. Recuerdo, y nunca lo he contado hasta ahora, haber oído los consejos de un señor de mi pueblo que recomendaba a mi padre que no me dejase estudiar porque si un día acababa una carrera me avergonzaría de él por ser un artesano. Ciertos hechos es muy difícil entenderlos cuando no has vivido otros tiempos.

¿La Universidad? Nadie debería acudir a la universidad si no está motivado por el amor al conocimiento y al saber. El saber universitario ayuda al ejercicio de una profesión porque los conocimientos basados en el ejercicio sistemático de la razón de otros hombres sabios que nos han precedido y el cúmulo de investigaciones recopiladas y expuestas por las instituciones universitarias, son un bagaje casi imposible de adquirir por otros medios. Es difícil que la universidad no marque a los que han pasado por ella.

Nadie debe llamarse a engaño si cree que los títulos por sí mismos acreditan la capacidad de una persona para ocupar un puesto de responsabilidad y mando, para el que se necesitan unas cualidades personales de modestia, tolerancia, liderazgo, equilibrio emocional y otras que no se logran engordando el currículo con titulaciones académicas sin contenido real.

Personalmente siempre he trabajado en la empresa privada y siempre he procurado negociar mi contrato y mi sueldo en base a mis aptitudes, preparación y disposición, como si de un contrato limpio de falsedades se tratase. Jamás he tenido una tarjeta de visita en que aparezca alguno de mis títulos universitarios, lo cual no ha evitado el que alguien me acuse de tener “síndrome de la titulitis”.

Está de moda hablar de titulitis entre los políticos del país que están en la cresta de la ola, muchos de los cuales, nacidos en los setenta, pertenecen a generaciones de una España que, en cuanto a medios de educarse, no tenía nada que ver con la de la postguerra.

El guirigay es tal que están transformando el Congreso de los Diputados en una especie de plató donde se rueda un Gran Hermano en versión política que está superando con creces, en cuanto a estupideces, excentricidades y exhibicionismo a todos los Reality Show de las televisiones públicas y privadas. Oyéndoles, mal que me pese, airear sus carencias y miserias, me cuesta entender que logren vivir impúdicamente de la política valiéndose de la publicidad gratuita que le proporcionan los medios.

Su actitud y posicionamiento me rebelan y mi enfado va en aumento cuando pienso y reconozco que son el fruto de una generación, la mía, que los educó así. Nadie les responsabilizó, desde niños, ni les hizo adquirir ningún compromiso hacia los demás empezando por el de respetar a sus mayores. Nadie les enseñó a valorar y agradecer los medios de consumo de que disfrutaron ni les inculcó el valor del trabajo porque la mayoría de ellos nunca ha trabajado ganándose un puesto de trabajo por sus méritos.

Pasaron largas horas ante la caja tonta de la televisión viendo programas que alardeaban de valores y criterios vacuos y ahora mimetizan y repiten esos personajes en el Congreso y en la vida. Tuvieron fácil el acceso a los libros y a la universidad y pensaron que lo único importante en la vida es el dinero optando por dedicarse a “lo público” porque el dinero público puede gastarse sin dar explicaciones porque creen que “no es de nadie”.

Corrompen todo lo que tocan, como ha ocurrido con los bancos y las cajas de ahorro, dónde colocando a sus esbirros y testaferros han conseguido quebrar instituciones que habían sobrevivido a dos repúblicas y varias guerras civiles.

La Universidad que era una institución respetada durante siglos, en aras de una falsa libertad, se ve ahora regida por personajes que, a cambio de prebendas, como una tarjeta para gastar libremente dinero sin control, se dedica a ofrecer y regalar títulos sin contenido. Para desempeñar cargos, tal como esta generación entiende el trabajo, no hacen falta conocimientos profesionales y basta con tener un título aparente.
Nunca ha habido más leyes de transparencia y nunca ha existido menos transparencia. La función publica, que hasta los más altos niveles se cubría con funcionarios elegidos según mérito y capacidad, se ha plagado de puestos intermedios de alto nivel acompañados de una corte de asesores sin responsabilidad alguna, elegidos a dedo.

Los cambios, por la llegada de un nuevo partido al poder, sólo se perciben por la nueva lista de nombramientos que debe ser una trasposición del cuaderno con los nombres de los agraciados que le prepara el partido a cada nuevo inquilino de La Moncloa.

En este patio de Monipodio en que se ha convertido el Estado, los hipócritas y mendaces ocupan todas las esferas y ámbitos del poder. Y no contentos con expoliarnos, nos quieren cambiar la memoria de nuestra vida por una memoria que justifique que estamos en el mejor de los mundos y que en aras de esa felicidad lo ideal es subirnos sin tope los impuestos directos e indirectos y sacar a Franco de su tumba porque en estos cuarenta años que lleva enterrado “nadie decente” ha podido dormir en España a pierna suelta. Una verdad tan rotunda, no necesita encuestas.
Son nuestros hijos y responden fielmente a la educación que les hemos dado. Uno entiende que Goya, tan español, pintase a Saturno devorando a su hijo.