¿Hay alguien ahí?

El ostracismo consistía en el apartamiento de cualquier responsabilidad o función política o social al penado, y no olvidemos que se trataba de una condena


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SAVONAROLA

Santo silencio profeso:

"no quiero, amigos, hablar;
pues vemos que por callar
a nadie se hizo proceso.
(Francisco de Quevedo)


Era uno de los municipios más ricos e industriosos en muchas leguas a la redonda. Contaba con una huerta feraz que era la envidia de todos las poblaciones vecinas del desierto en que se erigía. Sus habitantes habían ideado un ingenioso sistema para regar sus campos. Aprovecharon la enorme cavidad que habían descubierto bajo el cauce seco que lo circundaba por la parte de Levante para convertirla en una suerte de embalse subterráneo que alimentaban, cada vez que salía la rambla, por medio de una red de galerías y tapes que dirigían el agua que escurría la sierra.

Y, desde ahí, por una serie de acequias distribuidas oportunamente a varias alturas con el fin de aprovechar el enorme depósito cualquiera que fuese el nivel de líquido elemento embalsado, regaban todo el valle que se abría aguas abajo. Además, habían desarrollado una pujante industria de la seda, fundada sobre la base del bosque de moreras que trepaba la colina por la que se arracimaban las viviendas de sus habitantes.
Todo era felicidad en ese pueblo encantador. La quietud del valle sólo se veía interrumpida por la voz del almuédano llamando a la oración a los fieles musulmanes.

Mas poco antes de terminar el siglo XV, un día cambió el precario equilibrio político que ellos nunca vieron de cerca, pero al que se debían. La obediencia que debían a los reyes de Granada se trocó en pleitesía a los cristianos de Castilla y en vez del nombre de Alá, el silencio lo rompía el badajo de una campana de bronce situada sobre la espadaña que convirtió su mezquita en iglesia por obra y gracia del obispo llamado Bartolomé de Soria, aunque ejercía su prelatura en las tierras de Almería.

Sin embargo, no cambió sólo la música en aquel pueblo. Además, sus ciudadanos, por no abandonar su fe, pasaron a adquirir, de facto, la condición de siervos. Era tal la voracidad recaudadora de los nuevos señores, que faltaban horas al día y días al año para conseguir generar, no ya el sustento, sino lo que habían de pagar entre diezmos, cábalas y demás tributos.

Tal fue la sensación de ahogo que llegaron a sentir los habitantes de aquel pueblo que, con gran pesar, decidieron abandonarlo a él, sus casas y haciendas y aún las tumbas de sus antepasados. A tal efecto, concretaron con el patrón de una nave de piratas de Berbería que les aguardara una noche en una ensenada cerca de Carboneras. Y hasta allí, con mucho sigilo, se encaminaron durante una noche de luna llena cargados con todos sus enseres y pertenencias, y el pueblo quedó, desde entonces, solo, despoblado y abandonado.

Al domingo siguiente, llegó, como cada semana y fiesta de guardar, el joven cura que, a lomos de una mula torda, acudía para decir la misa en su empeño por salvar las almas de aquellos infieles musulmanes. Pero ese día, nadie acudió al llamado obligatorio de las campanas y el sacerdote, a medida que pasaba el tiempo, perdía la fe, no en Dios Padre, sino en la concurrencia de algún feligrés. Así que, decidió remangarse la sotana y recorrer las calles y casas del pueblo. Entraba a las viviendas tras golpear con sus nudillos la jamba de la puerta y gritaba “¿Hay alguien ahí?”.

Repitió la escena de morada en morada sin obtener respuesta alguna. Tampoco la halló en las cuevas que servían de aprisco a los rebaños de cabras. Y se fue sin obtener respuesta y, con su marcha, aquel pueblo, amados míos, amén de deshabitado, también quedó en el olvido.
Porque Olvido es mucho más que una frívola cantante de música moderna. De hecho, para atenienses y romanos era el peor de las castigos que podían infligir a cualquier reo. Lo llamaban ostracismo.

El ostracismo consistía en el apartamiento de cualquier responsabilidad o función política o social al penado, y no olvidemos que se trataba de una condena. Insisto, queridos míos, el peor de los castigos posibles. Por eso me llama la atención, mis más dilectos discípulos, que alguien opte por aplicárselo a sí mismo. Más aún cuando se trata del máximo dirigente de su pueblo, muy diligente hasta el preciso instante en que llegara hasta la más alta instancia de representación.

Este viejo y cansado fraile no alcanza a entender si una alcaldía llega a cambiar tanto los problemas de alguien y los problemas de su colada o, simplemente, ver las barbas del predecesor remojar hace fluir, pierna abajo, un caldo pardillo desde el lugar en que la espalda pierde su casto nombre.

En cualquiera de los casos, paréceme a mí que se trata de una actitud que muy ciertamente asombra. El informador no suele tener el tiempo ni la paciencia de un sacerdote del siglo XVI. Puede cansarse de repetir en bucle la pregunta de ¿hay alguien ahí?, pero no por ello va a renunciar a su sagrado cometido de obtener la información requerida.

Así, a falta de su agua y respuestas, buscará llenar su cántaro en otras fuentes para dar de beber a la parroquia sedienta de nuevas. Así que, como dijese Jorge de Manrique, recuerde el alma dormida / avive el seso e despierte que siempre hay tiempo para enmendar. No vaya a ser que se le pase la vida tan callando. Y, por ahora, santo silencio profeso. Vale.