Perdemos por goleada

Mientras el mundo en general mira el fondo verde con pequeños hombrecillos que corren de un lado a otro, los que no estamos enganchados miramos más allá


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MARIO SANZ CRUZ

Cuando volvimos a Madrid, después de un largo periplo por la península y Baleares, mi padre, que siempre ha sido un gran aficionado del Rayo Vallecano, amigo de algunos de sus jugadores como Potele y Felines, me hizo socio a los seis años. El pobre intentó aficionarme, pero no hubo manera. Estuvo pagando mi abono, religiosamente, durante diez años y solo consiguió que fuese a dos partidos.

No sé por qué, nunca le he cogido el aire al fútbol. Ni siquiera jugaba de pequeño, cuando todo el mundo pateaba balones o cualquier cosa que rodase. Nunca he entendido esas pasiones que levanta, esa violencia que genera, ese dineral que mueve. Quizás el personal está falto de emociones y su única alegría es que el equipo al que sigue gane algún partido. Así podría explicarse que casi todo el mundo sea del Madrid o del Barcelona, que son los que habitualmente ganan y por eso se disfruta más a menudo. Si los aficionados a este deporte lo fuesen de verdad, serían seguidores de los equipos locales, aunque las alegrías les llegasen muy de tarde en tarde.

Más adelante, cuando el fútbol empezó a invadirlo todo, cuando el balompié dejo de ser un deporte de fin de semana y empezaron a televisarse partidos a diario y a todas horas, pensé que tal saturación haría que la gente se fuese descolgando y empezase a pasar del tema, pero no. La cosa fue a más y, además, se incorporaron muchas mujeres como aficionadas, que hasta entonces no se habían fijado en este colorido espectáculo.

Sea como fuere, estamos inmersos en un fenómeno global, en algo parecido a una histeria colectiva, que es el Mundial de Fútbol, con polémica incluida porque don dinero ha hecho de las suyas y se ha llevado por delante al seleccionador. Durante unas semanas, en los medios todo va a ser fútbol, estrellas del balón, árbitros, pelotas y banderas de colorines; y no va a ser fácil enterarse de nada más, pero el mundo no para porque unos cuantos hombres en gayumbos corran tras una bola.

Mi padre, además de tratar de aficionarme al fútbol, también hizo otras cosas, como enseñarme a ser solidario, meterme en la cabeza que debemos cuidar nuestro entorno, que todas las personas son nuestras hermanas, que nadie es mejor que nadie, etc. Y a eso sí que me aficioné, y le hice caso, y traté de ir a todos los actos donde se reivindicaba alguna de estas cosas, y traté de jugar a hacer las cosas bien.

Mientras el mundo en general mira el fondo verde con pequeños hombrecillos que corren de un lado a otro, los que no estamos enganchados miramos más allá. Estaremos atentos a la llegada del “Acuarius”, al goteo de pateras que llegan a nuestras costas y a otras cosas importantes. Y en vez de ver a Italia como un rival futbolístico con buenos jugadores, o a Maltacomo un competidor menor al que meterle doce goles, les veremos como países que dejan a la deriva a sus vecinos de enfrente, que no se conmueven con los dramas de sus hermanos, como incubadores de un nuevo nacismo. Y veremos a los demás países europeos no como equipos llenos de héroes del balón, sino como países vacíos de sensibilidad, llenos de egoísmo, encerrados en sus intereses, ciegos a lo que, de verdad, sucede en el mundo y en las costas de sus socios de la “Unión”.

Mientras la gente ve cómo se juega al balón, en el Mediterráneo nuestros semejantes se juegan la vida. Mientras se gastan millones y millones en grandes estadios, en jugadores o en seguridad para los eventos deportivos; se recortan los presupuestos para atender a los más desfavorecidos y se acusa a los pobres de invadirnos.

Hay dinero para mantener a miles de antidisturbios para controlar las “aficiones” más violentas, hay dinero para reponer el mobiliario urbano que destrozan los ultras del fútbol, hay dinero para subvencionar a los clubes que se entrampan con vergonzosos fichajes multimillonarios; pero no lo hay para echar una mano a los países más pobres, para fomentar proyectos sostenibles y que sus gentes no tengan que emigrar a buscar algo de futuro fuera de su tierra.

Cada vez estoy más convencido de que este mundo no es mi mundo.