Joseantoniano

El joseantonianismo, suena feo el palabro, parece el destino de las estirpes malditas, y la crispación, otro vocablo recuperado que volveremos a ver, su seña y su bandera


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Cuenta una vieja leyenda murciana que, quien en la medianoche de Jueves Santo osa pronunciar tres veces seguidas la palabra España dentro de un círculo de tiza, se convierte al poco tiempo en joseantoniano. Su cuerpo se cubre de correajes y camisas azul mahón, y la sombra guerracivilista apunta ya en sus palabras y en sus hechos.

Algo así parece haberle ocurrido a Albert Rivera, hombre lobo español al que adjetivan de tal los políticos del país o del estado (nunca España) de todo el arco parlamentario. Ni llamarse Albert, ni ser catalán (aunque no de pura raza aria, ni Tull ni Turull, es cierto) parecen haber conjurado el destino maldito del encantamiento, ni librarle de ese vituperio.

El joseantonianismo, suena feo el palabro, parece el destino de las estirpes malditas, y la crispación, otro vocablo recuperado que volveremos a ver, su seña y su bandera. El Partido Popular, mientras reparte entre sus dirigentes huérfanos venenos y consejos de suicidio indoloro, le acusa de ser el verdadero causante de la conjura que ha acabado con el gobierno, aunque fue el único que lo ha sostenido allí donde tenía mayoría para gobernar. Sin sumisión absoluta, eso si, y que es lo que parece molestar más.

Para el partido socialista es también una piedra en el zapato que señala de forma falangista e inmisericorde, una y otra vez, a aquellos partidos que, para el propio PSOE, y al gobernante constitucional sin excepción, han resultado ser unos cómodos comodines hasta ahora: los nacionalistas vascos y catalanes, que ya no disimulan sus verdaderas intenciones: obtener en cada embate un botín suficiente que puedan vender como victoria en sus territorios de procedencia.

Y a los que no tenemos hecho diferencial, mansa mayoría, que nos den morcilla.

En España es inimaginable un pacto de gobierno entre la derecha y la izquierda, como el de Alemania. Es mejor pactar con los traidores para consolidar, con un puñado de monedas de plata, eso que se llama gobernabilidad, y que ha sido en los últimos cuarenta años poco más que un chantaje bien remunerado. Convenía al chantajista el lucro dinerario y político y al chantajeado obtener la protección.

Pero estos equilibrios de poder no son eternos y hasta las entendederas más cortas acaban por despertar. Así que pasen cuarenta años.

La vuelta a las políticas de los años treinta son visibles no solamente en los joseantonianos, sino en un cadavérico Rajoy-Gil Robles, un «Lenin español», diluidas por mor de lo inmobiliario las ansias de revolución, y un partido socialista lleno de almas enfrentadas y contradictorias. El escenario y la iconografía —los vascos son más sobrios— lo ponen las muy festivas cohortes independentistas, con un despliegue creativo de cánticos patrióticos, cruces en las playas, lazos por doquier, rogativas para escapar de la puta España y, cualquier día, marchas con antorchas y camisas pardas.

En el túnel del tiempo volvemos por do solíamos.