El libro como objeto de arte

De momento, la decadencia del libro ha llevado a que disminuya su precio de edición (aunque no de distribución), pero pronto se elevará. Algo así pasó en su día con los manuscritos cuando llegó la imprenta


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AMANDO DE MIGUEL

La imprenta como artefacto de cultura se instaló en Europa hace poco más de medio milenio. Procedía de China, donde se utilizaba como juego o decoración, y llegó a través de los musulmanes, que le hicieron muchos ascos. El Corán no se imprimió hasta el siglo XVIII, mientras que la primera obra impresa en Europa fue la Biblia. Las primeras imprentas fueron un negocio de los judíos. A partir de entonces los códices y manuscritos, cada vez más raros, se archivaron como objetos de arte, de curiosidad histórica.

En nuestros días la imprenta como tal lleva camino de la obsolescencia, por lo menos para la publicación de libros. Se generaliza ahora la autoedición, ya que la imprenta se ha convertido en un artilugio doméstico, como el frigorífico o la lavadora. No podemos concebir un ordenador sin la compañía de una impresora. Además, el contenido de las ideas de cultura, que antes se hacía a través de los libros, ahora se transmite con inusitada rapidez y economía a través de la internet. Así que el libro como tal lleva camino de desaparecer. No lo hace del todo, pues va quedando como un objeto de arte para bibliotecas, museos y coleccionistas. Los nostálgicos de mi generación se resisten a leer libros electrónicos; añoran el tacto y el olor del papel.

De momento, la decadencia del libro ha llevado a que disminuya su precio de edición (aunque no de distribución), pero pronto se elevará. Algo así pasó en su día con los manuscritos cuando llegó la imprenta.

El libro pierde atractivo para la gran masa de la población por otra causa. La comunicación instantánea a través de la internet nos ha acostumbrado a asimilar textos cortos, sintéticos. Cansa la dimensión tradicional del libro, llamado por eso “volumen”. Llegará un momento en el que los estudiantes ya no se preocuparán de leer libros, como ya es normal que desde hace tiempo ya no utilizan las tablas de logaritmos. Los librotes de “páginas amarillas” con la lista de teléfonos han perdido toda su función. Por la misma razón desaparecen los mapas de carreteras o los callejeros de las ciudades en forma de hojas impresas encuadernadas. Ahora todo eso nos lo da de forma instantánea la pantalla del ordenador, tableta o teléfono.

Aportaré un testimonio personal. Suelo escribir muchas veces en una biblioteca de la Universidad Complutense, que me pilla más a mano cuando bajo a la ciudad. Por ejemplo, es el caso de este mismo artículo. Pues bien, observo que las mesas se llenan de aplicados estudiantes, provistos cada uno de su ordenador y de los apuntes de clase. No veo que ninguno lleve libros o los saque de los estantes de la biblioteca.

Reconozco que soy un supérstite de la era Gutenberg, que ahora concluye, pues en mi casa se almacenan miles de volúmenes. Los conozco por los lomos. Debo tener pronta una respuesta a la pregunta del que me visita en casa por primera vez: “Los has leído todos?”. Es claro que no, como uno no ha visto todas las películas que se archivan en la caja de la televisión. Todas esas piezas de cultura están ahí para darnos compañía, para hacernos pensar y disfrutar. Ya dijo Borges que imaginaba el Cielo como una inmensa biblioteca con todos los libros que se había impreso y con los que podían haberlo hecho. Quizá el Infierno sea un lugar en el que se halle prohibida la entrada de libros.