Un chalet a las afueras

O yo o el diluvio, vosotros veréis. O me acompañáis en esto o hundiré el barco


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

«El poder, que embriaga a los hombres débiles, a los malvados los enloquece». La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre. SOUTHEY

Cuando Lope de Aguirre, uno de los más fascinantes personajes de la conquista de las Indias, ordenó el asesinato de Pedro de Ursúa en la expedición que buscaba el mítico Eldorado, iniciando así una enloquecida carrera sobradamente relatada por la literatura y el cine, decidió cambiar de caballo en medio del río Marañón, y dejar de trabajar para la Monarquía, y seguir el negocio por cuenta propia.

Para dar noticia de sus actos y de sus propósitos, e involucrar a sus seguidores, que, en medio del río, no tenían demasiadas opciones frente al hecho consumado de la rebelión y asesinato en cascada de los disidentes, plasmó en un documento único, en el que, a modo de memorial de agravios, daba cuenta de las razones que le llevaban a emprender su «aventura equinoccial».

Ese documento lo firmó añadiendo a su nombre y su rúbrica el sorprendente adjetivo de «traidor» y, acto seguido, lo dio a firmar a los estupefactos integrantes de la expedición. Así de una parte constataba la lealtad de los firmantes o la condición de desafectos de los renuentes. Que automáticamente se convertían en sospechosos y, con razón o sin ella, fueron eliminados sucesivamente mientras los barcos de la expedición recorrían lentamente el río.

Más o menos como los independentistas catalanes hacen en los pueblos pequeños, en los que uno se significa no sólo por lo que hace o dice, sino también por lo que deja de hacer o de decir. Si no cuelga de su puerta el lazo amarillo el ángel exterminador sabrá por donde pasar.

Los líderes máximos de Podemos, pareja de poder sin fisuras, como los Ceaucescu, perdón por la comparación, tras la inesperada adquisición de un chalet en las afueras de Madrid, han encontrado una no menos inesperada resistencia en la sociedad y una sorda crítica entre sus propios partidarios, que no osan explicitar una crítica expresa, prietas las filas, para no significarse demasiado aceptando los argumentos de los enemigos. Típico silencio estalinista, temeroso del posible cargo que se esfuma o, en todo caso, del derrumbe incontrolado, por falta de solidez de los cimientos, de un edificio construido deprisa y con materiales viejos en torno a un líder carismático. No tan listo como parecía.

Disueltas en ácido sulfúrico las premisas morales de la Idea, sus actores encuentran la salida individual, para proseguir con esa cursilería del apresurado «proyecto personal» y, en mitad del río en el que se encuentran, en el planteamiento de un plebiscito urgente, similar al que Lope de Aguirre, planteó a los presentes ante hechos consumados: me he cargado a Ursúa. O yo o el diluvio, vosotros veréis. O me acompañáis en esto o hundiré el barco.

Mucho me sorprendería que «los inscritos» respondieran al llamamiento con la inmolación propia y del líder querido e indiscutible, dispuesto a sucumbir, como todos los líderes mesiánicos que en el mundo han sido, con todos los suyos: yo os creé, yo os destruyo.

No le faltarían, después, en ningún caso, salidas como moralista profesional, para pagar la letra del modesto chalet. Y los gastos de mantenimiento. País de envidiosos.