Observaciones de un turista impertinente

Los progresos informáticos aplicados al negocio de la restauración de los estómagos no siempre dan buen resultado. Bien es verdad que luego la iniciativa de la buena gente trabajadora arregla las rigideces de la tecnología


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AMANDO DE MIGUEL

Me sucedió hace unos días en Málaga, aunque bien podría haber ocurrido en cualquier otra plaza turística. Mi anfitrión me recibió en la estación del AVE y me llevó a comer al figón más cercano, en frente mismo de la terminal. La cosa era charlar a gusto. Nos tocó una de esas camareras pizpiretas que, aunque joven, proyectaba un espíritu maternal en su trabajo. En el cual iba provista de las nuevas tecnologías. Nada de recordar la comanda. Había que pasarla por el aparatito telefónico, que seguramente conectaba con la cocina. En un alarde productividad.

Pedimos el menú del día, que suele ser lo más socorrido en estos casos. Había boquerones (aunque no fueran de La Victoria), que a mí me chiflan, y luego otro plato con patatas fritas. Solicité que me pusieran la guarnición de patatas con los boquerones. Ay infelice. La solícita camarera consultó su misterioso cachivache electrónico con el resultado de que no era posible servir los plateados boquerones con patatas. Las nuevas tecnologías son las que mandan. Hay que impresionar con ellas al turista cateto que es uno.

A lo que voy. Los progresos informáticos aplicados al negocio de la restauración de los estómagos no siempre dan buen resultado. Bien es verdad que luego la iniciativa de la buena gente trabajadora arregla las rigideces de la tecnología.

A propósito del suceso anterior, recordé un caso parecido en un ocioso verano de Berlín. Bajo los tilos se estaba bien, pero hacía un calor pegajoso. Después de embaularnos unas salchichas con berza, los españoles de la fiesta pedimos de postre un café con hielo. El mocito teutón contestó impertérrito que la comanda era imposible, pues el café venía caliente y el hielo, naturalmente, frío. No hubo manera de convencer al tudesco de que nuestros gustos eran bastante sensatos. Por lo visto, en Berlín, bajo los tilos, el cliente ni tiene siempre la razón.

Otra vez en Málaga. Mi amigo y yo fuimos a comer otro día a un restaurante con diseño, esos que tienen los platos cuadrados y la carta exageradamente grande. Pedimos una ventresca de atún y unos salmonetes, tal como figuraba en la carta. Después de hacerse esperar, la camarera vino compungida con la noticia de que el pescado no estaba muy fresco. Agradecimos la honrada confesión. Esta vez sin la mediación de aparatito electrónico. Así que prescindimos del aparatoso documento en dos idiomas para que nos sirviera lo que buenamente anduviera por los fogones. Acertamos. Fue un memorable cordero a la andaluza, un tanto exótico para un paladar castellano.

Para mí que el secreto del turismo no está en el sol, el cual brilla por igual en muchas latitudes. Tampoco cuenta mucho el estímulo cultural: los museos o los monumentos. El turista disfruta con el trato que le dan los indígenas de cada lugar que visita. Digamos que es una especie de placer antropológico. Se agradece mucho la honradez del personal que atiende al ignaro turista.