El inevitable y deseable mestizaje

Cierto es también que el fenómeno del nacionalismo étnico incorpora la figura del inmigrante muy integrado, que se hace aún más fanático que el nacionalista autóctono. Pero su figura excepcional se convierte en ridícula


Amando de Miguel.

AMANDO DE MIGUEL

El nacionalismo, en sus múltiples manifestaciones, deriva con facilidad hacia la xenofobia, el rechazo de los de fuera. Su lema viene a ser «nosotros solos» o «nosotros mismos» (esto es lo que significa sinnfeinen irlandés), en el sentido de «nosotros por encima de los de fuera». Es un ideal que contradice las leyes de la evolución y de la historia de la humanidad. Especialmente es así en nuestro tiempo, cuando se han facilitado tanto los movimientos espaciales. Aunque no se quiera mencionarlo, el hecho es que en el mundo hay razas, pero difícilmente se van a conservar puras, al menos en los países que llamamos occidentales. Así pues, el intento de no mezclar la etnia de uno con los de fuera es tan vano como perjudicial.

Particularmente en la sociedad española, sujeta históricamente a tantas invasiones de otros pueblos, parece inútil sobrevivir con una continua endogamia (casamientos dentro del mismo grupo étnico). Ni siquiera los catalanes o vascos son ellos mismos de manera estricta. Son cientos de miles los que han salido de sus respectivas regiones durante las últimas generaciones. Más notorio es todavía que tanto Cataluña como el País Vasco han admitido un continuo trasvase del resto de España. En su día fueron los 'charnegos' o los 'maquetos'. Del mismo modo, y en menor cuantía, la región andaluza recibió un contingente de inmigrantes del Norte de España: los «jándalos».

Es más, en toda España, durante la última generación se han establecido varios millones de inmigrantes que han venido de todos los continentes. Por mucho que en un principio cada grupo inmigrante se mantenga en su gueto particular, a la larga es inevitable que se produzcan matrimonios mixtos con los aborígenes en las zonas donde residen.

Cierto es también que el fenómeno del nacionalismo étnico incorpora la figura del inmigrante muy integrado, que se hace aún más fanático que el nacionalista autóctono. Pero su figura excepcional se convierte en ridícula.

Es cierto también que, en las parejas que se forman espontáneamente, se buscan más bien afinidades de todo orden: edad, lengua, ocupación, costumbres, gustos, etc. Pero al tiempo funciona el deseo de contraste y complementariedad. De lo contrario, la humanidad se habría formado con uniones entre parientes, y eso no ha sucedido. En todos los pueblos la endogamia sistemática acaba siendo una aberración.

El resultado de todo ello es que a la larga el nacionalismo lleva las de perder, por mucho que de momento se alce en algunos lugares como un movimiento ascendente. Bien es verdad que no se debe confundir el nacionalismo con el legítimo orgullo de pertenecer a un pueblo, una cultura, una nación. La distinción reside en que el nacionalista no necesita solo afirmar lo propio, sino rechazar (e incluso odiar) a los de fuera.

Conviene recordar un hecho obvio: los humanos todos, sea cual sea su raza, pertenecemos a la misma especie. La prueba es que podemos reproducirnos perfectamente con independencia de la raza a la que pertenecemos. Es un dato elemental que a veces parecen olvidar los racistas, como nacionalistas extremos que son. Tendrán que acostumbrarse a la tendencia hacia el mestizaje que impera en todo el mundo. También es cierto que los españoles no ofrecemos tanta resistencia a los matrimonios mixtos que caracteriza a otras sociedades europeas. Pero no se puede detener la tendencia a fundirnos todos en el mismo crisol.