Naúfragos y renáufragos

Si el Mediterráneo hablase, nos contaría los secretos que esconde. Dónde fueron a parar los barcos y aviones desaparecidos, cuántos huesos de personas yacen entre sus rocas y sus algas, cuántos destrozos hemos perpetrado en sus fondos, cuánta basura le hemos echado encima


Mario Sanz Cruz,


MARIO SANZ CRUZ

Nuestro mar, ese que compartimos con los vecinos de enfrente, ese Mediterráneo que nos separa y nos une con África, siempre ha sido fuente vida y muerte. Nos ha dado de comer y nos ha cobrado su impuesto en buques y vidas, muchas veces ha dejado que naveguemos, plácidamente, a lomos de sus olas y otras nos ha servido de tumba.

Si el Mediterráneo hablase, nos contaría los secretos que esconde. Dónde fueron a parar los barcos y aviones desaparecidos, cuántos huesos de personas yacen entre sus rocas y sus algas, cuántos destrozos hemos perpetrado en sus fondos, cuánta basura le hemos echado encima.

Pero como no habla, tenemos que contentarnos con lo que podemos saber desde tierra. Tras muchos años de investigaciones, sabemos que nuestro mar se ha tragado todo tipo de barcos. Algunos de ellos, con evidente falta de humildad, casi le habían retado con sus nombres. Así, el piélago ganó a La Victoria y al Invencible, fue más listo que el Astuto y más bravo que la Brava, no quiso salvar al Salvador, ni al Milagro, ni siquiera a Las Almas; sin ningún remordimiento hizo zozobrar la Paz, la Justicia, la Fortuna, incluso a la Esperanza, que no fue la última en perderse. Daba igual si los marinos se encomendaban a los santos, las vírgenes o a los dioses paganos, el mar se tragó decenas de barcos con sus nombres, sin respeto religioso alguno. Tampoco se salvaron los que llevaban nombres despectivos como La Fea o El Fatigas, ni siquiera los más luminosos, como el Sol o el Lucero del Alba.

Cientos de pescadores y marineros de nuestras costas han perecido en el mar, junto con cientos de navegantes que no habían nacido aquí, pero el destino hizo que terminasen su vida frente a nuestro litoral. Es el tributo que el mar siempre cobra, te da la vida y te la quita. Quienes no conocen el mar desde dentro, no pueden imaginar lo duro que es vivir y el trabajar en este medio bello pero hostil, con el que hay que llevarse bien y pelear al mismo tiempo. Es difícil ponerse en la piel de los familiares que ven zarpar a sus seres queridos, siempre con el temor de que suceda algún accidente, sin saber si van a volver a verlos vivos. Y no digamos ponerse en el lugar de los familiares de las personas que han desaparecido en el mar y nunca han podido encontrar sus cuerpos. Ciertamente es dura la vida y la muerte en el mar.

Por suerte, desde que las embarcaciones funcionan con motor y los medios de comunicación y salvamento se han modernizado, los accidentes en el mar, los naufragios y las muertes de marineros y pescadores de nuestra tierra han descendido mucho. Pero hay otro tipo de náufragos que ha aumentado exponencialmente, los que usan el mar para huir en pateras, los renáufragos que vienen del naufragio de un continente. Gente que navega para escapar de la pobreza, de las guerras, de la falta de libertad, tratando de llegar a esta Europa que les deslumbra como un enorme faro engañoso. Desde los últimos años del siglo pasado, sin poder concretar el número exacto porque de muchos casos nadie se ha enterado, han perecido en el mar de Alborán y costas de Almería más personas, que huían en estas precarias embarcaciones, que marinos profesionales en toda la historia de la navegación en nuestra provincia.

Y los datos no son peores gracias al enorme y meritorio trabajo que realizan los trabajadores y voluntarios de Salvamento Marítimo, Guardia Civil, Cruz Roja y demás asociaciones, que tratan de paliar los efectos de esta sangrante desgracia.

No sé cómo podemos dormir tranquilos sabiendo lo que pasa ante nuestros ojos, no sé cómo los gobiernos son tan insensibles y tan culpables, no sé cómo el mundo es tan injusto, no sé cómo se puede parar esta sangría de vidas inocentes, pero sí sé que hay que hacer algo.