Moncloa paga traidores. España, no

La Nación necesita librarse de esta inmunda clase dirigente que pretende destruirla por acción u omisión y, como ha demostrado durante muchos siglos, el pueblo español toma el control cuando falla quien está obligado a ejercerlo. Cuál vaya a ser hoy el resultado de su hartazgo es difícil de predecir y no todas las formas de rebelión contra el poder son deseables, pero no se puede dudar de que estemos asistiendo a los comienzos de una nueva movilización popular


Mariano Rajoy recibe al presidente catalán en la Moncloa (Europa Press).

RAMIRO TÉLLEZ

«Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.»

No me negarán que estos versos de Quevedo, escritos en el siglo XVII, parecen sugerir que más que de su ingenio procedieran de una bola de cristal. Desgraciadamente, su vigencia actual hay que buscarla en una de nuestras afecciones crónicas: las recurrentes traiciones de nuestros gobernantes, como la de la familia de Witiza a la joven nación española provocando una invasión que casi la extermina para que luego, en plena Reconquista, el cantar del Mío Cid se refiriese a él en su vigésimo verso con un expresivo «¡ios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor!». Así fueron nuestros comienzos y aún así llegamos a la Edad Contemporánea, que empezó con Carlos IV entregándole la Nación (recordemos, por entonces extendida por el globo) a Napoleón en 1808. Su hijo Fernando, el Rey Felón, siendo prisionero en Francia, llegó a decirle al empereur que «no podemos ver a la cabeza de ella un monarca más digno, ni más propio de sus virtudes», refiriéndose a la entronización del hermanísimo Pepe Botella como Rey de España. ¿Qué hicieron mientras los responsables de las instituciones españolas, del clero a la administración, ante tales acontecimientos? Afrancesarse, naturalmente, hasta que el pueblo español dijo ¡hasta aquí hemos llegado! y expulsó al invasor, de nuevo, contra la voluntad del traidor.

Lo mejor de aquella guerra de independencia, con permiso del levantamiento popular para salvar la Nación, fue su vertiente política. El pueblo, libre del yugo absolutista y huérfano de gobierno cogió el toro por los cuernos, envió representantes desde todos sus rincones a la única ciudad española libre del dominio gabacho y pergeñó las bases de la futura España. El resultado fue una ilusionante Constitución que suponía el fin del antiguo régimen y el inicio del estado liberal contemporáneo, cuyo Capítulo I decía lo siguiente:

De la Nación Española
Art. 1. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.
Art. 2. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
Art. 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Art. 4. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.

¿No lo firmaría usted ahora mismo? Desgraciadamente, asistimos hoy en España a una situación política que no dista mucho de la de principios del XIX, y no sólo porque algún iluminado expresidente lamentara hace poco que nos rebelásemos contra el francés, sino porque volvemos a tener el enemigo dentro y las instituciones o no lo combaten o están abiertamente a su favor. Los españoles nos hallamos de nuevo carentes de gobernantes que nos defiendan y, gracias a la dejación de funciones, cobardía y miopía de los responsables políticos nacionales de los últimos cuarenta años, unos golpistas van a tratar de romper España este fin de semana después de llevar años avisando de sus intenciones.

La Nación necesita librarse de esta inmunda clase dirigente que pretende destruirla por acción u omisión y, como ha demostrado durante muchos siglos, el pueblo español toma el control cuando falla quien está obligado a ejercerlo. Cuál vaya a ser hoy el resultado de su hartazgo es difícil de predecir y no todas las formas de rebelión contra el poder son deseables, pero no se puede dudar de que estemos asistiendo a los comienzos de una nueva movilización popular. Son actuaciones tibias, de momento, que no pasan de vítores y aclamaciones a los cuerpos de seguridad que defienden la legalidad y la libertad, pero son espontáneas, reflejando que la ciudadanía ni está dormida ni mucho menos muerta. E, igual que antaño, el traidor gobierno de turno trata de acallarlas, pero no tendrá éxito: si algo ha demostrado el pueblo español es su indomable voluntad de no someterse.

De cómo se canalice esa inevitable insumisión dependerá el futuro. A mi juicio, urge dirigirla hacia una refundación de España sobre las mismas bases que se dejaron por escrito en 1812. Los impulsores de La Pepa eran diputados de distrito que no respondían más que ante sus representados, en vez de los actuales, que sólo lo hacen ante sus jefes de filas con la única preocupación de ser lo más obedientes posibles para entrar en la lista electoral y seguir viviendo del erario a costa de lo que sea, incluyendo la integridad nacional. Es preciso, a mi juicio, recuperar esta figura del diputado de distrito, amén de acometer una profunda reforma Constitucional que, como mínimo, refuerce la Nación eliminando el fracasado y nocivo Estado de las Autonomías y vete los partidos políticos que quieran destruirla, como hacen las constituciones de las principales democracias del mundo.

Los españoles van a tomar la palabra y quizá esta grave crisis nacional traiga consigo la oportunidad de continuar con las esperanzas que nacieron hace dos siglos. Porque Moncloa querrá pagar traidores el próximo 2-0, como viene haciendo desde hace cuatro décadas, pero España ya no lo permitirá. Cuando antes lo vean, menos visceral será el desenlace.