El borreguismo humano

No es que la historia se repita, es que el ser humano —o más bien el pueblo como masa— es borrego, gregario y manipulable. Paradójicamente, nos gusta sentirnos especiales, creernos que somos distintos y mejores al resto del mundo —nos reconforta pensarlo— pero, al mismo tiempo, deseamos formar parte de un colectivo. Nos sentimos seguros dentro de algo mayor a nosotros, siguiendo un movimiento ilusionante o un guía que nos saque de la rutina y nos fije alguna meta utópica


Manifestación independentista en Barcelona // Europa Press

GUILLERMO MOYA

No es que la historia se repita, es que el ser humano —o más bien el pueblo como masa— es borrego, gregario y manipulable. Paradójicamente, nos gusta sentirnos especiales, creernos que somos distintos y mejores al resto del mundo —nos reconforta pensarlo— pero, al mismo tiempo, deseamos formar parte de un colectivo. Nos sentimos seguros dentro de algo mayor a nosotros, siguiendo un movimiento ilusionante o un guía que nos saque de la rutina y nos fije alguna meta utópica. Aquella meta que realmente ni siquiera nos planteábamos perseguir, pero que ahora pasa a ser nuestra máxima prioridad, y lo que supuestamente nos va a dar la felicidad.

Aunque las necesidades y preocupaciones del individuo sean bien distintas (salud, sustento, familia, trabajo, etc.), ahora todo nuestro bienestar depende de conseguir aquel objetivo marcado —o eso nos han dicho— y quien obstaculice o frene nuestro camino lo declararemos enemigo acérrimo.
Da igual que sea una religión la que te prometa un paraíso con siete vírgenes, un régimen totalitario el que te asegure la pureza y perpetuación de tu raza o un ‘govern’ que te garantice una próspera nación independiente y color de rosa. La gente se deja arrastrar, olvidando su sentido crítico, no se para a reflexionar y cuestionarse: Un momento, ¿será verdad esto que me venden? ¿Realmente esto me importa a mí? ¿Es bueno esto que estamos haciendo?

Sin ponernos catastrofistas, después de la Segunda Guerra Mundial la comunidad científica se horrorizó comprobando cómo se habían comportado no altos mandos del Tercer Reich, a quienes se presumía sociópatas, sino la gran cantidad de soldados rasos y del pueblo alemán en general que se dejaron contagiar por el fanatismo de unos locos, que llegaron a perpetrar con sus acciones u omisiones verdaderos crímenes de lesa humanidad sin ponerlos aparentemente en entredicho. Se quería investigar qué había fallado, si el problema estaba en la idiosincrasia del pueblo alemán.

Por ello, un psicólogo estadounidense llamado Milgram realizó una serie de experimentos en los que voluntarios de distintas nacionalidades y etnias, puestos en situación, recibían órdenes de un superior en principio contrarias a la ética y al sentido común (en algunos casos debían —o eso creían ellos— infligir descargas eléctricas a otras personas) pero con la seguridad y el convencimiento por parte de su líder de que era lo mejor, que le hicieran caso. Para sorpresa de Milgram, la abrumadora mayoría de los voluntarios efectivamente acataron órdenes, sin plantearse si estaban haciendo lo correcto, demostrando que el ser humano tiene una capacidad innata de docilidad, de seguir ciegamente a sus líderes y de autojustificarse, descargando la responsabilidad de sus actos en lo que les han dicho. Si se lo mandan o se lo han contado así, será que es cierto.

A menudo, estas personas no van a atender a razones, no cabe convencerlas, sólo oirán lo que quieran oír, muy a pesar de todas las evidencias contrarias que se les intente demostrar. Mark Twain decía que «más fácil es engañar a alguien que convencerle de que ha sido engañado». Por ello prefieren defender lo indefendible, justificar lo injustificable, sin relativismos ni espacio alguno para críticas siquiera parciales. Se apoya esa causa al 100%, independientemente de que haya hechos irrefutables que no se pueden negar. Esto nos pasa siguiendo fervientemente a partidos políticos, equipos de fútbol, religiones, personajes, etc. Los seguimos y defendemos a muerte, hasta el final, sin plantearnos ceder o admitir una sola crítica.

Otro factor que debemos tener en cuenta es que, independientemente de la naturaleza humana, las situaciones más extremas se dan siempre en un determinado contexto. No surgen de la noche a la mañana, no, es un caldo de cultivo que se viene cocinando a fuego lento durante un largo tiempo. Se tienen que dar las circunstancias idóneas: descontento, épocas de depresión, empobrecimiento, pueblo desilusionado, etc., en donde emergen líderes más o menos carismáticos que con mensajes simplistas y populistas venden semi-verdades mezcladas con patrañas y una buena dosis de adoctrinamiento para alcanzar ese objetivo idílico que necesita su pueblo. La Historia también nos ha demostrado el gran poder, para bien o para mal, que tiene la educación y la importancia del mensaje.

Pero lo peor es pensar que cualquiera que juzgue con superioridad y condescendencia estas conductas gregarias pero humanas, que pueden llegar a ser MUY peligrosas, debería preguntarse: ¿estás del todo seguro que no te puede pasar a ti?