La causa de la corrupción

RAFAEL PALACIOS VELASCO

13·10·2014

Son muchas las causas a las que tradicionalmente se atribuye la existencia de una
intensa, profunda y generalizada corrupción en nuestras instituciones políticas. Sin ser
falsas, la mayoría de ellas son tan incompletas que podrían incluso servir de excusa para
acentuar el problema. De este modo, no es extraño que algunas de las más populares
propuestas que han aflorado recientemente en nuestro panorama político sólo ofrezcan
como solución a la corrupción un sistema institucional donde la propensión al abuso sea
aún mayor.

Es cierto que una de las posibles causas remotas de la corrupción es la falta de
alternancia en el poder, que contribuye al enquistamiento de prácticas abusivas de todo
orden que, con seguridad, serán adecuadamente silenciadas por unos aparatos cuyos
principales puestos están ocupados, como si fuesen de su pertenencia, por una misma
familia (y no siempre exclusivamente política). La permanencia prolongada de un
partido en el poder entraña el riesgo de ver crearse redes clientelares tan bien trabadas
que pudieran decirse incluso impunes, tanto por la cuidadosa ocultación de sus signos
como por el aprovechamiento de los plazos de prescripción de los ilícitos. No obstante,
ésta no sería más que una explicación parcial e incompleta de las causas del problema,
pues la propensión a la corrupción, cuando el sistema gubernamental adolece del grave
vicio que adorna al nuestro, aparece desde las primeras horas.

Es cierto que también explica una parte de la corrupción (pero sólo una parte) la
excesiva cercanía de la sede municipal o regional de la mayoría de las decisiones
urbanísticas a los intereses de promotores y constructores.

Tampoco explica de un modo completo el fenómeno de la corrupción la impunidad o la
laxitud punitiva de las conductas corruptas. Es cierto, pero igualmente incompleto, que
la corrupción se ve favorecida por un sistema judicial lento, costoso y, sobre todo,
politizado hasta lo más hondo de sus entrañas, en el que la independencia no es sino un
garabato sobre el papel que soporta el texto de la ley.

Quizás sea cierto, pero a buen seguro también incompleto, que la juventud de nuestra
democracia constitucional dificulte el asentamiento de un sistema institucional solvente
y eficaz.

Puede ser cierto, pero no explica las causas del mal de un modo bastante, que la
inexistencia de precisas normas deontológicas y de transparencia y buen gobierno, amén
de las lagunas y de la insuficiencia de los controles externos, induzca la desviación de
quienes ocupan cargos de los legítimos fines de las instituciones en que se insertan.

Ni siquiera la falta de especialización de muchos funcionarios, ni la a veces vergonzante
falta de preparación técnica y legal de muchos políticos, ni su total carencia de una
experiencia laboral o profesional privada previa, ni la escasa remuneración de algunos
puestos de notable relevancia explican de modo oportuno la tendencia a corromperse.

Tampoco pueden dar una explicación bien cimentada las causas que aluden a los
factores más internos del individuo que sucumbe a la tentación corrupta, como la falta
de valores éticos y morales, el hedonismo, la vacuidad de su discurso social, la ausencia
de una verdadera vocación de servicio o la falta de conciencia. Un sistema institucional
eficaz debe ser capaz de funcionar adecuadamente con independencia de las
motivaciones particulares de quienes en él actúen.

No se puede negar que en cada una de las anteriores explicaciones, remotas todas, hay
algo de cierto. Incluso bastante en algunas de ellas y acaso mucho en otras. Seguro que
la alternancia en el poder tendería a reducir la corrupción. Es innegable que una
separación más nítida entre el político decisor y el beneficiario de sus decisiones
dificultaría los contubernios. Es cierto que un sistema sancionador más estricto, con
penas más duras, y un sistema judicial más justo, más ágil y más independiente también
contribuiría a reducir la frecuencia del bochorno que el contribuyente experimenta entre
cada dos declaraciones tributarias. No hay duda de que la consolidación democrática,
que, por cierto, no es sólo una cuestión de tiempo, ayudará a sanear las purulencias de
un sistema político infestado de tahúres. No se puede negar que, por más que sean
condiciones de difícil constatación, una firme apoyatura ética y moral y una saludable
vocación de servicio alejarían el riesgo de caer en la tentación de aprovecharse
privadamente del cargo público. La exigencia de una capacitación suficiente en el
político que decide, al igual que se le exige al funcionario que acata sus órdenes, sería
también con seguridad una loable prevención contra el desmán cotidiano, como también
lo sería que tuviesen algún mérito que pudiese permitirles ganarse el pan fuera de la
política. Pero, con todo lo que de cierto habrá en tales explicaciones, la verdadera causa
inmediata de la corrupción es otra.

La corrupción existe porque nuestro aparato institucional es el idóneo para que exista.
El excesivo poder con que cuentan las instituciones políticas y la correlativa falta de
libertad económica son motivos directos que explican el descrédito de nuestra clase
política y el interminable goteo de escándalos que cada día nos regala. Una economía en
la que el gasto público ronda la mitad del producto interior bruto y donde el estado
controla rígidamente mediante normas y regulaciones diversas la otra mitad es el caldo
de cultivo idóneo para la corrupción. El excesivo poder que los burócratas
gubernamentales tienen sobre los más variados aspectos de nuestras vidas es el
escenario más propicio para que la discrecionalidad y la arbitrariedad se disimulen entre
un bosque impenetrable de decisiones que no habrían de corresponderles.

El incentivo a la corrupción sólo puede desaparecer en ausencia de tan omnímodas y
omnipresentes facultades. El único antídoto fiable contra la corrupción es la reducción
del tamaño de un estado hoy elefantiásico y asfixiante, porque un estado gigantesco, por
el contrario, acrecienta las posibilidades del político de beneficiarse del sistema en su
propio beneficio y ofrece muchas más oportunidades de hacerlo, a la vez que reduce
drásticamente las posibilidades de detectar las conductas ilegítimas. Es el poder, y
especialmente cuando es excesivo, lo que corrompe a quien goza de la capacidad de
decidir sobre los demás. La verdadera causa de la corrupción no puede sintetizarse
mejor que como lo hiciera Lord Acton en su famosísimo dictum. Si “el poder corrompe,
y el poder absoluto corrompe absolutamente”, la causa genética de la corrupción no es
otra que el excesivo intervencionismo: a más estado, más corrupción


Rafael Palacios Velasco es economista, y ha sido profesor del Departamento de Economía y Empresa de la Universidad de Almería